Llovía
en la Ciudad de México, mientras Miramón, cansado por la reciente derrota en
Calpulalpan, regresaba apenas al Palacio Nacional, donde decidió hacer frente
esa misma noche a un asunto que no podía eludir. Con el rostro un poco pálido
por los desvelos, pero con paso firme, caminó hacia la habitación donde se
encontraban los tres importantes prisioneros que aún tenía: don Santos
Degollado, Felipe Berriozábal y Benito Gómez Farías (hijo de Valentín Gómez Farías).
Ya no sabía cómo tratarlos, así que a pesar de tener las llaves, tocó la
puerta, y dijo:
—Señores,
despierten. Tengo algo que decirles.
Del
otro lado, aunque eran cerca de las once de la noche, los liberales aún no
dormían, ocupados tanto en lecturas como en algunas pláticas entre ellos,
acerca de la situación de la guerra. Al escuchar la voz de su adversario, no
obstante, se sorprendieron e incorporaron para recibirlo. Oyeron entonces girar
las llaves de la perilla y vieron entrar a Miramón, vestido con su uniforme militar.
-Buenas
noches, señores -les saludó con cortesía-. Tengo una noticia… muy mala para mí,
pero buena para ustedes: La guerra ha terminado… Sus amigos en Calpulalpan tuvieron
una buena estrategia… y a mí sólo me queda reconocer la derrota.
Los
tres lo miraron con sorpresa y curiosidad. No esperaban esa declaración tan
sincera y humilde de su enemigo.
-¿De
verdad?- se animó a preguntar Gómez Farías.
-De
verdad… tan cierto como que Dios existe… -respondió Miramón.
- ¿Qué
significa esto para nosotros? - preguntó Berriozábal, temiendo la posibilidad
de que hubiera represalias.
-
Significa que ya son libres. No son más mis prisioneros, sino mis huéspedes, al
menos hasta que lleguen los suyos...
- Le
agradezco su gesto de venir a comunicarnos personalmente esta noticia -contestó
Berriozábal.
- ¿Y
qué va a hacer ahora usted, general? -preguntó por su parte, Santos Degollado,
con cautela.
- Voy
a hacer lo que me corresponde como jefe de esta plaza -respondió Miramón
decidido- Entregarles el mando de la ciudad para que lo custodien hasta que
llegue su presidente Juárez...
Dicho
esto, ofreció un bastón de madera con adornos dorados a don Santos Degollado,
quien se quedó perplejo ante el gesto.
—¿A
mí? —preguntó con modestia—. ¿Por qué a mí?
—Porque
lo he pensado y usted es el más indicado para recibirlo… —dijo Miramón—. Ha
sido un adversario leal que ha defendido sus ideas con valor y con honradez…
¿Recuerda lo que me dijo una vez en la Estancia de las Vacas? Que quizá
perdiera la batalla, pero no la guerra. Pues mire… ahora es una realidad.
Santos
Degollado se sintió abrumado por el inesperado ofrecimiento. No sabía si
agradecer o rechazar el encargo. Temía que Juárez, con quien había tenido
serias diferencias hacía unos meses, se molestara por haber aceptado el bastón
de las manos de Miramón. Pero tampoco quería desairar el gesto de confianza y
reconocimiento del general derrotado…
—No sé
si deba aceptarlo… —dijo al fin con humildad—. Usted sabe que yo he tenido
diferencias con el presidente Juárez. Si yo aceptara ese bastón, se podría mal
interpretar mi actitud...
Miramón
negó con la cabeza.
—No
tenga miedo —recomendó—. Juárez comprenderá la situación y sabrá reconocer su
mérito.
-Gracias,
pero de verdad temo que se pueda pensar que aprovecho la ocasión para usurpar
una autoridad que no me corresponde. Lo siento.
Miramón
asintió comprendiendo la posición de Santos, y respetó su decisión.
-
Entonces, ¿a quién se lo doy? – preguntó, mirando hacia Benito Gómez Farías y
Felipe Berriozábal.
-Si el
general Degollado no lo quiere, yo lo acepto… -dijo Berriozábal-. Coincido en
que don Santos es la persona de más rango entre nosotros y él debería tenerlo…
pero también entiendo su situación con el presidente Juárez, y no tengo
inconveniente en asumir esta responsabilidad.
—Gracias,
general Berriozábal —le dijo Miramón extendiéndole el bastón—. Será usted el
encargado en mantener el orden y la paz de la Ciudad en estos momentos
difíciles.
Felipe
tomó el bastón con actitud ceremoniosa, colocándolo con cuidado sobre la mesa
donde estaba el candelabro que los alumbraba.
—¿Y usted?
¿Podemos ayudarle en algo? —ofreció Berriozábal de manera cortés, al ahora
enemigo vencido.
—La
verdad, sí… -contestó Miramón con franqueza-. Espero encontrar una salida
pacífica con el general González Ortega… Una tregua… para podernos retirar sin
represalias… pero si no es posible, no
puedo culparlos... Sé que estamos caminando sobre brasas…
-Haremos
lo posible… -contestó Berriozábal.
-Así
es -intervino Benito Gómez Farías.
—General
Miramón, es usted un hombre de honor y un soldado valiente —opinó Degollado -. Quiero
que sepa que a pesar de nuestras diferencias le tengo respeto y agradezco este
gesto que ha tenido con nosotros.
Miramón
le tocó levemente el hombro a Santos en señal de reconocimiento.
-Ustedes
han sido mis adversarios, pero siempre dignos adversarios, nunca cobardes. Ahora les recomiendo que duerman, mañana será
un día largo…
Miramón
se retiró llevándose una de las velas del candelabro (para sustituir el cabo de la suya) y dejándoles las demás.
-Descansen.
Los ex
prisioneros no sabían si festejar o llorar de alegría. ¡La guerra había
terminado! Pero aún faltaban varias cosas por hacer…
Santos
Degollado sacó su diario militar y escribió con letra firme:
"23-24
de diciembre de 1860. Hoy ha terminado la guerra civil que ha desangrado al
país por más de tres años. El general Miramón nos ha entregado el bastón de
mando y nos ha liberado. Esperamos la entrada de los nuestros y que se
restablezca el orden constitucional. Es un día histórico y glorioso para la
República. Que Dios bendiga a México."